Plegaria para pirómanos

Nos lleva cada cuento por un escenario onírico, sorprendente. Siempre Eloy.

«Plegaria para pirómanos» es pura gasolina para alimentar los incendios particulares de quienes la leen, porque estoy con Daniel Monedero en que estos cuentos de Eloy Tizón «dan ganas de vivir y escribir a la vez», y eso me provoca un balbuceo con el que, paradójicamente, me siento seguro, por esa familiaridad que me devuelve su recitar atropellado, su incontrolado esputo contra el espejo. Tras diez años en los que todos sus lectores hemos sentido la impaciencia menos Tizón; que mientras tanto estaba en otras cosas, como que le apretaban los zapatos, y de repente la infelicidad con su tristeza, la misma o parecida a la de Cortázar o a la de Cohen, pero eso sí, siempre a su ritmo: pausado y profundo. De ahí el alivio que parece adivinársele a su editor, Juan Casamayor, a la par que apunta ese guiño en el título del libro a Capote y, a su vez, ambos (Tizón y Capote) a Santa Teresa, porque ese es el lado de la calle —y por contradecir a Aleixandre— por el que discurren estos cuentos que cuentan la vida —mitad magia, mitad espanto, señala Carlos Castán— a base de todos los besos no dados. Porque Eloy Tizón ha cambiado, nosotros hemos cambiado, y su escritura ha cambiado con todos esos Erizo —nombre del narrador o narradores que aparece a lo largo de los relatos— diferentes que ha vivido o ha escrito el autor. Sin prisa, pero sin pausa, Tizón ha encontrado una fisura por la que seguir horadando, por la que seguir buscándole tres pies al gato que merodea sus pesadillas y sus anhelos, por la que esperar después la fuga de las palabras, que son gente, diría Lispector; o, como él prefiere, por la que espiar a la gente que son palabras. He encontrado en la lectura de «Plegaria para pirómanos» momentos cercanos a ese lirismo de la patata frita, esa poesía escondida de las palabras corrientes al encajar entre sí de esa única y casi perfecta manera, como en un puzle inacabado, pero que, a falta de dos, tres piezas, ya se adivina. Entonces es cuando Eloy Tizón, con todo el cariño del mundo y la delicadeza precisa para que no nos percatemos, deja que sus niños-lectores lo concluyamos. Vuelvo con esta lectura al placer que comparto con el autor por el fuego de la literatura, para apuntarme en mi propio diario otras tantas cosas aprendidas de uno de mis escritores favoritos, comenzando por una advertencia: «A fin de cuentas, nadie te obliga a llevar la vida desquiciada, llena de dudas, del creador, en lugar de la vida pacífica, sensata, del lector medio de periódicos». Esa vida de merodeador de otras vidas, qué importa si suyas o de los otros anónimos a los que ha cogido desprevenidos —¿no sería a mí a quien vio llorar bajo los reflejos destellantes de una bola estroboscópica de discoteca ochentera? —, puede que hasta muertos. Esa vida intrusa en lo que aún está vivo de la muerte, para trastocar ese estudiado desorden que tantos años le ha llevado construir a ese alguien que no es nadie, al menos conocido: los libros esparcidos por la mesa dibujando con su rastro el discurrir de su inquietud, los platos en el fregadero con restos de comida que delatan su ansiedad, las arrugas de las sábanas y los pliegues de las mantas describiendo los paisajes de su desazón… Gracias de nuevo a Eloy Tizón por la gasolina.